Mientras la dictadura cubana envejece y caduca, la resistencia se renueva. Ejemplo de ello es este caleidoscopio de voces en el que cinco escritores cubanos, todos nacidos cuando la Revolución ya estaba allí, examinan distintos aspectos de la vida en la isla.
Generación Y
El cinismo como escudo
Regresemos al escenario donde se concibió esta generación que hoy exhibe su exótica “i griega” como si de un tirapiedras se tratara. Habían comenzado los años setenta y apenas tres acciones podían realizarse sin presentar un permiso o una cartilla de racionamiento: comprar un periódico, subir al ómnibus y nombrar los hijos. La frustración de la soñada zafra de los diez millones había comenzado a resquebrajar el sueño de quienes ya tenían edad de ser padres. Junto a la papilla de malanga, ellos nos administraron los primeros vestigios de desesperanza, las incipientes dudas sobre el proceso social al que habían entregado su juventud.
Como en un vaticinio onomástico, los recién surgidos Yanisleidy, Yohandry o Yampier adelantaban que no sólo se rompería con la aburrida secuencia de Pablos, Josés o Marías, sino que la línea de la utopía y el sacrificio también se vería truncada. Nacimos cuando ya los brazos del Kremlin habían rodeado a esta isla y en los estanquillos se abarrotaban sus revistas de muchos colores y pocas verdades. La guerra de Vietnam sería un recuerdo que no cargaríamos y los huevos que vimos tirar cuando el éxodo del Mariel resonarían largos años en nuestras cabezas. No había manera de que fuéramos rebeldes, mirando los lacrimógenos dibujos animados rusos y obligados a escuchar los interminables discursos del entonces robusto Máximo Líder.
Pioneritos de pañoleta y consigna guevariana, aprendimos rápidamente que la máscara era la única protección para no ser señalados y amonestados. Bebimos del oportunismo de nuestros padres y de la ironía de los abuelos que habían dudado –calladamente– del grupo barbado que descendió de las montañas. Vimos partir a los amigos, en sucesivas oleadas migratorias, y un buen día armamos nosotros mismos la balsa de la desilusión que nos llevara a cualquier parte. Nos inocularon la sensación de que la isla no nos pertenecía, y era sólo un premio ganado por quienes recitaban sus hazañas, hasta el cansancio.
Un laboratorio de experimento social, ese en el que nos criamos los escépticos jóvenes que hoy tenemos entre 25 y 40 años. Eran los tiempos en que se intentaba la emancipación de la mujer y los niños íbamos con sólo un mes y medio de nacidos al círculo infantil, para que nuestras madres portaran el fusil, elevaran la producción y leyeran comunicados en las asambleas laborales. Con nosotros se ensayaron los preuniversitarios en el campo, magnífica ocasión para tener sexo alejado de los padres, padecer un montón de enfermedades infecciosas y recibir de regalo las más altas calificaciones, porque no se podía permitir que bajara el rendimiento académico de una escuela.
Fuimos declamadores de versos patrióticos, portadores de banderas que se agitaban en los actos políticos y expertos en gritar todo tipo de consignas. Con nosotros la ideologización de la educación alcanzó su punto más alto y el marxismo fue asignatura obligatoria hasta que el muro de Berlín ya llevaba años destruido. Las primeras letras las leímos en versos de Guillén, Martí o Maiakovski, pero sentados en los pupitres nunca oímos hablar de Gastón Baquero, Guillermo Cabrera Infante o José Lezama Lima. Habíamos venido a nacer cuando el quinquenio gris y la parametración de la cultura lograban mudar la literatura, el teatro y la música en un esperpento de lo que habían sido; pero aprendimos a forrar los libros prohibidos y a encontrar por nosotros mismos los versos de Heberto Padilla y las novelas de Vargas Llosa.
La libreta de racionamiento industrial nos proveyó de la elemental cobertura para el cuerpo y las largas colas se constituyeron en parte inseparable de nuestra rutina cotidiana. La mayoría no fuimos bautizados y sólo conocimos los reyes magos por las anécdotas que nos contaban los abuelos, cuando nuestros padres no los escuchaban. Esa atmósfera de austeridad nos hizo amantes de las cosas materiales, encandilados por lo que lográbamos ver en las revistas extranjeras y coleccionadores de marcas, latas vacías y etiquetas de productos. Cuando regresaron los parientes que se habían ido al exilio, el olor que despedían sus maletas nos conquistó irreversiblemente. Las tiendas en pesos convertibles –abiertas en el momento de nuestra adolescencia– fueron el golpe definitivo al ascetismo material que nos querían infundir.
Sucesivas campañas pretendieron crear en nosotros una mentalidad de soldado siempre alerta, pero el bostezo y el jolgorio actuaron como antídoto ante tanta crispación. Íbamos al refugio después que sonaba la alarma de combate, riéndonos y hablando sobre novios y modelos de motocicletas. En las clases de preparación militar nos burlábamos de los gritos de “¡Marchen!” y apelábamos al camuflaje no para entrenarnos en la batalla sino para evadir a los profesores. La broma nos salvó de la sobriedad que quería grabársenos y la Revolución tenía esa edad que, a la altura de nuestros escasos años, sólo podía catalogarse de vieja. A diferencia de aquellos que habían vivido el proceso cubano como si de una moda juvenil se tratara, para la Generación Y este era sinónimo de anticuado, cheo y aburrido.
Pero la dosis mayor de insolencia la alcanzamos en los años noventa y durante la crisis económica, cuando presenciamos cómo nuestros padres pasaron –en tiempo récord– de ser militantes del partido, fieles vigilantes de cada cuadra y dispuestos a dar su vida, a blasfemar contra el gobierno, sumergirse en el mercado negro y cambiar sus seguros empleos por labores ilegales. El ronroneo de los viejos artefactos con los que se lograba escuchar Radio Martí fue la música de fondo de nuestra pubertad. Dicha mutación, junto a las noticias que nos llegaban desde Europa del Este, condicionó nuestra iniciación en la política. Una mezcla de cinismo, incredulidad y pragmatismo fue la vacuna para evitar las frustraciones. Esa “saludable” combinación no era un buen terreno para el fanatismo, pero tampoco el caldo de cultivo donde podría crecer la rebeldía.
Amantes de las canciones de Silvio Rodríguez, terminamos por migrar nuestros gustos musicales hacia zonas menos comprometidas con la ideología. La informática nos encontró con dedos ágiles para sumergirnos en las teclas y adherirnos al mouse. Les sacamos ventaja a todos los analfabetos informáticos que desde sus más de cuarenta años no han comprendido todavía que el ordenador es un nuevo camino de expresión para nosotros. Ellos, que apenas si saben trabajar en Word, subestimaron lo que podíamos llegar a hacer con esa herramienta de pantalla y doble clic.
El eclecticismo nos ha marcado, como rechazo al monocromático espectáculo que se nos dio de las generaciones anteriores. Lo mismo somos interrogadores de la Seguridad del Estado que balseros surcando el estrecho de la Florida. Muy poco hay que nos una, como no sean la presencia de la penúltima letra del abecedario en nuestros nombres y la porción de descaro necesaria para sobrevivir al fin de la utopía. Eclécticos e irreverentes, podemos asistir a una marcha dando vivas a la Revolución y un rato después actuar como jineteros para sacarle unos dólares a un turista. El camaleón que aprendimos a ser siendo niños nos permite esas transmutaciones rápidas y creíbles.
Desposeídos desde siempre, habitamos la casa junto a los abuelos y rara vez heredamos algún bien duradero. En el directorio telefónico apenas si esta inquieta “i griega” asoma sus pronunciados brazos. Mucho menos en los registros de propiedad de carros y casas o en las sillas del parlamento cubano. Los mecanismos de poder siguen copados por los que exhiben medallas, charreteras o más de cinco décadas sobre sus hombros. Somos desposeídos, pero desconocemos todo lo que nos falta, pues nos criamos oyendo pestes de quienes acumulan objetos, apuestan por la prosperidad o tienen la “debilidad pequeñoburguesa” de querer poseer algo.
Gobernados por septuagenarios, hemos presenciado cómo la edad de la energía se nos va y ya empezamos a temer si llegaremos demasiados viejos al cambio. Vimos regresar los turrones de Navidad, el árbol con las guirnaldas, las procesiones de la Virgen de la Caridad por las calles. Asistimos al retornar de la prostitución y entregamos nuestros cuerpos de hombre nuevo para comprar un ventilador o un par de tenis. Hoy somos el principal grupo que nutre la emigración, las cárceles y los suicidios. Carne de utopía, llegamos a ser apenas una generación apática que alguna día escuchará los reproches de los más jóvenes. Ellos nos interrogarán y a la pregunta de “¿Y ustedes qué hicieron?” sólo podremos contraponer nuestro descreimiento y levantar los hombros como hacemos ahora.
La Revolución ha terminado por quedársenos en el pasado. Las conquistas que este proceso logró, especialmente aquellas que apuntaló la subvención soviética, no produjeron en nosotros el efecto de salvación mesiánica, pues nacimos en medio de su “mejor” momento y fuimos testigos de su decadencia. Al no sentirnos rescatados de ningún mal del pasado, nos cuesta identificarnos como beneficiarios del socialismo y esto nos permite ser más objetivos, lo que nos lleva a ser más críticos. Cínicos y apáticos hemos resumido nuestra actitud en un verbo moroso: esperar. Aguardamos que una generación que cree poseer todas las prerrogativas termine de morir y nos deje el país que aún no nos pertenece. Hacemos tiempo, mientras la isla se nos cae a pedazos, porque en nuestras cabezas eso de comenzar una revolución suena anacrónico, tiene reminiscencias de siglo pasado.
Una nueva oleada de nombres tradicionales, a la usanza de Martín, Juana y Mateo, han venido a recordarnos que también para esta inmadura Generación Y el tiempo está pasando. Todavía no rebasan los veinte años estos que han nacido ya con la dualidad monetaria y sin la libreta de racionamiento de productos industriales, pero empujan fuerte desde su aparente indiferencia. No arrastran –como nosotros– la nostalgia por los idealizados años ochenta ni el pudor de no contradecir la fe de los mayores. Ya no se llaman con esta letra exótica y eso les permite distanciarse de nuestro cinismo, volver a creer en algo. Ellos harán fracasar o prosperar el próximo proceso social, ese que nosotros viviremos también con escepticismo, con los ojos entornados de quien ha visto desmoronarse varias utopías. ~
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