Por Andrea Palomas-Alarcón
Un antiguo mito, que México reclama para sus indios chocholtecos, habla de una lucha ancestral entre el sapo y la serpiente. Existen distintas versiones y lecturas de esta historia: El sapo, animal torpe, lento e inerme se ve amenazado por la serpiente, ágil y peligrosa. El sapo no tiene aguijones ni dientes, en cambio, la serpiente cuenta con grandes colmillos de los que emana veneno.
La serpiente se duerme y el sapo traza a su alrededor un
círculo de baba, asquerosa pero inocua. La serpiente despierta y se encuentra
encerrada por una cárcel imaginaria, absurda, tan repugnante como inofensiva. Cada
vez que pretende traspasar los límites impuestos por el sapo, éste le vomita
una creciente dosis de baba pegajosa hasta que la víbora sin entender los motivos
pero sin atreverse a enfrentar tal kafkiano destino, muere dentro del círculo. Algunas versiones afirman
que se suicida inyectándose su propio veneno, otras que fallece de hambre en
los límites impuestos por su exótico carcelero.
No voy a presumir de haber sido yo la que aplicó a la
estrategia militar esta fábula. Lejos de ello quiero citar y reconocer en el
General Heriberto Auel, militar, profesor universitario de estrategia ser el
primero al que le oí esta alegoría aplicada
a la política de “Derechos Humanos” como guerra subversiva por otros
medios.
La sociedad argentina se encuentra circunscripta a su
círculo de baba que le han impuesto los grupos autodenominados “defensores de
los Derechos Humanos” los que no son
otra cosa que el resabio de los grupos terroristas que quisieron tomar la
Nación por las armas.
La domesticación que sufre nuestra sociedad frente a la
“política de Derechos Humanos” es
producto de un largo proceso en el que ha intervenido la prensa, los medios
culturales en general, la educación y, particularmente, la indolencia de quienes
han preferido dejar hacer porque era más sencillo que recibir un baño de baba
asquerosa.
¿Cómo explicar, sino, que se imponga por ley la mentira de
los 30.000 desaparecidos? ¿Cómo explicar la morbosa exageración del caso
Maldonado? ¿Cómo entender que el gobierno, que ha recibido un espaldarazo
electoral como ningún otro en décadas siga postrándose ante hippies con
carteles? ¿Cómo admitir que un organismo internacional que ya no debería existir,
como la CIDH, le ordene liberar delincuentes y encarcelar inocentes?
La sociedad argentina vive presa en una cárcel ficticia que han venido construyendo pacientemente desde
que perdieron por las armas las “orgas” que hoy se llaman “organismos”. Han
venido doblegando a la sociedad con un miedo real a amenazas virtuales que se
aplican de a uno, sobre uno a la vez como ejemplo para disciplinar a los demás.
Una maestra que pretendió dar a sus alumnos una clase de lo que fue el ataque
al Regimiento de Infantería Mecanizada R29 de Formosa, otra maestra que mostró
a sus alumnos un video sobre el terrorismo de los 70s, un veterano de Malvinas,
hoy funcionario que habló de 22.000 mentiras, un profesor universitario que
quiso poner en contexto la guerra antisubversiva describiendo los ataques
terroristas; y así hasta el infinito. Todos salpicados de baba como ejemplo
para que los demás se autocensuren, temerosos de emitir la verdad que perciben
por sus sentidos y con su inteligencia. Temerosos de quién sabe qué. Nadie
atina a explicar concretamente las consecuencias de liberarse de la mentira.
Las antiguas “orgas” hoy “organismos defensores de los
Derechos Humanos” pueden estar complacidos, han perdido la guerra de las armas
pero aprendieron el método de imponer su voluntad con armas de utilería,
amenazando con enchastrar de baba a todo aquel que se salga del círculo que
arbitrariamente marcaron. Crearon algo de la nada, sin nada, una “verdad”
mítica admitida a fuerza de repetir sistemáticamente mentiras.
Esta no es una guerra que ellos hayan ganado sino que hemos
perdido nosotros, por dejarnos dominar de a uno, por no tomar en cuenta nuestra
fuerza y no jugarnos por la verdad y la justicia. Es una guerra perdida por
comodidad antes que por diferencia de fuerzas.
La ciudadanía empieza a darse cuenta de que mientras dormía
construyeron a su alrededor una prisión hipotética, ilusoria de la que no se
sale sin mancharse la ropa.
Ya no podemos seguir rodeados por delincuentes con armas de
juguete. Tenemos colmillos poderosos que debemos usar porque en esta insólita
guerra, como la serpiente de la fábula,
nos jugamos la vida.